El ser humano aprende por imitación. Observamos, absorbemos, repetimos. Pero, ¿qué ocurre cuando crecemos en un hogar donde solo hubo mamá o donde solo hubo papá? Yo hablo desde mi experiencia: crecí en un hogar donde solo estuvo mi madre. Y eso no significa que mi lado femenino esté más activado que el masculino. De hecho, ocurrió lo contrario.
Mi madre fue una mujer proveedora, luchadora, una guerrera incansable que tuvo que sacar a relucir su energía masculina para sacar adelante a tres hijos. Esa fue la imagen que vi, el ejemplo que seguí. Y quizás por eso, al crecer, al sentir un poco de amor o ternura, entregaba de inmediato el corazón. Esa energía de amor, de nurturing, no estuvo presente en mi infancia, no de la manera que se espera de una figura materna tradicional. Y aclaro, no lo digo como juicio; todo lo contrario. Amo, admiro y respeto a mi madre como la gran diosa que es. Ella hizo lo que pudo con lo que tuvo y lo hizo de forma magistral. Pero, ¿y yo? ¿Qué pasa conmigo? ¿Qué pasa con todos los que crecimos aprendiendo a luchar y sobrevivir, pero no a recibir y sentir?
Aquí surge la pregunta: ¿cómo reconciliar esos dos lados, esas dos caras de una misma moneda? ¿Cómo volver a casa, a recordar que somos yin, pero también yang? Que no se trata de poner al masculino por encima del femenino, ni viceversa. Ni siquiera de encontrar un balance perfecto, porque la perfección es una ilusión. Se trata de aceptación. De aceptar ambas caras de nuestra esencia, integrarlas, honrarlas y permitirles coexistir.
Es un viaje de regreso a uno mismo. Un viaje para deshacernos de las armaduras que construimos para sobrevivir y abrazar la vulnerabilidad como un acto de fortaleza. No es un camino fácil, pero es el único que realmente vale la pena recorrer. Porque al final, se trata de recordar que no estamos incompletos. Que somos tanto el fuego como el agua, tanto el abrazo como el golpe, tanto la ternura como la fuerza. Somos todo y no nos falta nada.
Olga Schembri
Susurros del Alma: Un Viaje de Regreso a Casa