Ladridos en el calor y la deshumanización con aire acondicionado

Hoy voy a contarles una historia chiquita. De esas que te arrugan el corazón… si es que todavía lo tienes, claro. Si no, tranquilo, igual estás en buena compañía: la mayoría anda igual, con el corazón embalsamado y el alma en modo No molestar.

La historia comienza con un perro.

Un pastor alemán.

Encerrado en un coche.

A más de 25 grados.

Y no, no es el inicio de una fábula de Esopo. Es la realidad de un día cualquiera en este hermoso circo que llamamos sociedad civilizada.

Ah, pero tranquilos, no pasa nada.

Porque claro, el coche estaba en la sombra.

Y tenía “un par de ventanas abiertas”.

Es más, capaz le dejaron una botella de Evian y le pusieron a Mozart en Spotify, para que no se aburriera mientras se cocía lentamente en su sauna sobre ruedas.

El perrito ladraba.

No una vez, no dos.

Ladraba con desesperación. Con ese sonido que, si uno tiene algo remotamente parecido a la empatía, le debería activar hasta el colon.

Pero no.

La gente pasaba.

Lo miraban.

Y seguían caminando como si nada.

Después de todo, “no es mi perro”, “no es mi problema”, “capaz los dueños saben lo que hacen”.

Sí, claro. Porque la historia nos ha demostrado que la humanidad siempre ha sabido exactamente lo que hace.

Y ahí estaba yo.

Mirándolo.

Pensando: “Si tengo que romper el vidrio, lo hago.”

Y no lo hice.

No porque no quisiera.

Sino porque ladraba tan fuerte que me dio miedo.

Era un perro grande, con voz de comando militar y energía de ¡sálvame ya!

Así que, en lugar de convertirme en la heroína viral del día, hice algo más práctico:

Entré al supermercado.

Busqué a los encargados.

Con mi francés estilo Google Translate y mi acento de “extranjera preocupada”, les pregunté si eso era normal.

Me dijeron que no.

Les mostré la foto.

Y actuaron.

Y me quedó rondando una pregunta que no me deja: ¿Qué carajos nos pasó?

¿En qué momento dejamos de ser seres humanos para convertirnos en espectadores de sufrimiento?

Estamos tan ocupados en no meternos, en no ser “intensos”, en no “exagerar”, que se nos pudre la compasión en el cajón del alma.

Y lo peor: empezamos a justificarlo todo.

— “Seguro tiene aire acondicionado.”

— “Solo fue un momento.”

— “No es tan grave.”

Sí, porque si fuera tu hijo, tu abuela, tu perro, claro, ahí sí estarías con el megáfono, pidiendo justicia cósmica.

Yo prefiero ser la loca del supermercado.

La sobreactuada.

La que se mete donde no la llaman.

La que escucha un ladrido y no puede seguir haciendo como si nada.

Porque si algún día soy yo la encerrada, la que grita sin voz, la que no puede salir, quiero que alguien venga a salvarme sin preguntar si está permitido.

Nos estamos olvidando de ser humanos.

Y lo estamos cambiando por una indiferencia disfrazada de madurez, por una apatía envuelta en cinta de “prudencia”.

Pero no nos engañemos.

El que mira y no hace nada, también participa.

Con silencio. Con comodidad.

Con cobardía.

No seamos tan indolentes, por Dios.

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