Hoy me pasó algo que me dejó pensativa. Le escribí a un amigo y, sin anestesia, le solté algo que había sentido por años: “Yo siempre te he visto en otro nivel”. Así, directo, sin filtro.
Hablábamos de temas del ser, de crecimiento interior, y me salió desde el alma. Pero apenas apreté “enviar”, llegó el susurro del ego, ese crítico interior vestido de sarcasmo y miedo:“Uy, qué lambona. ¿Para qué dices eso? Seguro ahora se cree más que tú.”
Y ahí estaba yo, atrapada entre dos voces. Una que me decía “mejor quédate callada, no des tanto”, y otra —más suave, pero más honesta— que respondía:
“¿Y qué importa si se lo cree? ¿Y qué importa si piensa que lo adoras? ¿Y qué importa todo eso si tú lo sientes verdadero?”
Vivimos en un mundo que aplaude la crítica pero sospecha de los halagos. Como si reconocer la grandeza de otro nos quitara valor a nosotros. Como si decirle a alguien “te admiro” fuera un acto de debilidad.
Spoiler: no lo es. Es un acto de valentía.
La gente tiene talento, luz, nobleza, maestría... y muchas veces nadie se lo dice. Nos tragamos las palabras bonitas porque tememos parecer inferiores, intensos o aduladores. ¿Pero no es más triste callar algo que podría hacerle el día —o incluso la vida— a alguien?
Qué necesidad de esperar a que alguien se muera para decirle todo lo que nos inspiraba. ¿Para qué escribir un post llorando la pérdida cuando pudimos haberlo dicho en vida, con voz temblorosa, sí, pero con el corazón abierto?
La próxima vez que admires algo en alguien —lo que sea: su fuerza, su calma, su locura, su honestidad, su manera de hacer café—, díselo. Escríbele. Llámalo. Mándale una nota de voz o un meme que diga lo que no te atreves con palabras.
No importa si el otro lo toma bien o mal. No lo haces por el resultado. Lo haces por ti, por coherencia, por el alma que se ensancha cuando somos auténticos.
Este mundo ya tiene suficientes comentarios ácidos, suficientes dedos señalando lo que falta, lo que está mal. Seamos la excepción: los que se atreven a decir lo bueno. Los que regalan reconocimiento sin factura emocional. Los que miran a otro y dicen: “Hey, lo estás haciendo increíble”*, sin esperar nada a cambio.
Porque al final, eso también es maestría del ser: dejar que hable el alma, aunque el ego haga pucheros.
—¿Tú a quién le estás guardando un “te admiro”?
¿Y qué estás esperando para decirlo?
Dilo.
Dilo en vida.
Dilo sin miedo.