No saber también es un camino (y a veces, el más jodidamente honesto)

Sé.

No sé lo que quiero.

Y por fin puedo decirlo sin que se me revuelvan las entrañas ni me tiemble la voz.

Porque está bien. Porque no saber también es vivir.

Porque no saber también es una declaración de libertad.

Nos han taladrado el cerebro desde pequeños:

Tienes que saber lo que quieres en la vida.

Tienes que tener claro tu propósito.

Tienes que tener metas.

Y si no las tienes, eres un fracaso en proceso, una oveja descarriada, alguien que va a morir solo rodeado de gatos (con suerte).

Y ahí vamos todos, corriendo como pollo sin cabeza, buscando “el propósito”, ese maldito mapa del tesoro prometido por coaches, libros de autoayuda y frases en Pinterest. Como si la vida viniera con instrucciones, como si la existencia fuera un mueble de IKEA.

Y sí, yo también caí.

Me tragué la píldora de saber siempre hacia dónde ir. Porque claro, “si no sabes a dónde vas, cualquier bus te sirve”.

Pero ¿y si eso no es una amenaza, sino una bendición?

¿Y si no saber a dónde vas te permite mirar por la ventana y ver el paisaje?

¿Y si ese “bus cualquiera” te lleva a lugares que jamás habrías imaginado si hubieras tenido un plan?

¿Y si vivir sin GPS es la forma más honesta de estar vivo?

La industria del propósito vende bien, como la de las dietas milagro o la del amor romántico.

Pero qué poca gracia tiene eso de tener que elegir una sola cosa. Un solo sueño. Una sola vida.

¿Y todo lo demás qué? ¿Se lo tiramos al universo por la borda con tal de encajar en el molde de “enfocados y determinados”?

Hubo un tiempo en que me preguntaron cuáles eran mis sueños.

Y tuve que hacer un esfuerzo casi quirúrgico para inventarme uno. Porque no lo sabía. Porque estaba tan ocupada sobreviviendo, que soñar era un lujo. Porque me levantaba, comía lo que podía, y le daba la mano a la rutina sin hacer preguntas incómodas.

Y ahí fue cuando caí en el agujero de los cursos, los talleres, los retos de 21 días para descubrir tu yo interior.

Seguí instrucciones ajenas para vivir mi vida. Como si alguien más supiera mejor que yo qué me hace feliz.

Como si mi alma tuviera que presentarse en una oficina con fotocopia del propósito y tres referencias.

¿En qué momento la vida se volvió algo que había que planear, estructurar, monetizar?

¿En qué momento dejamos de vivir para empezar a gestionarnos como si fuéramos startups?

¿Y cuándo aceptamos sin chistar que si no estamos “enfocados” entonces estamos perdidos?

Te tengo una noticia:

No estamos rotos.

No nos falta nada.

Y no siempre hay algo que sanar.

A veces lo que necesitamos no es otra sesión de coaching ni otro vision board.

A veces lo que necesitamos es silencio.

Silencio para escuchar eso que no tiene forma, que no se puede postear en Instagram, pero que se siente como hogar.

No saber también es un camino.

Y no, no es conformismo. Es coraje.

Coraje para vivir sin certezas.

Para bajarse del tren de los “logros” y caminar descalzo por el barro de lo incierto.

Porque a lo mejor vinimos a eso:

A vivir. A experimentar. A probar, errar, cambiar de rumbo, llorar en el baño y reír sin razón.

A encontrarnos en cada pérdida.

A inventarnos en cada paso.

Así que si hoy no sabes lo que quieres, felicidades:

Estás vivo. Estás despierto.

Estás en el lugar exacto entre la confusión y la magia.

Y desde ahí, créeme, todo es posible.

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